Mariano y Lisandro levantaron a Federico del sillón
cuidadosamente y lo acostaron sobre una camilla. Lo observaron en silencio
durante un momento, con el rostro enchastrado de preocupación, y cruzaron el
living, llevándolo a una de las habitaciones de la casa.
Un viejo compañero de trabajo de Mariano se había
encargado de conseguir el equipamiento necesario para mantener a Federico
internado hasta que se recuperara sin tener que acudir a un hospital. Ya estaba
al tanto de todo lo que investigábamos, por lo que había accedido rápidamente a
ayudarnos.
Me acerqué a Ramona, que se había sentado en el suelo
apoyándose en la pared. Tenía los ojos hinchados, rojos, y el rostro
completamente inexpresivo. Me acomodé a su lado.
—Estamos saliendo, ¿sabías? —murmuró, sin mirarme.
Un escalofrío ascendió por mi nariz.
—Nunca hablamos de esos temas —respondí, negando con la
cabeza.
Suspiró, volviéndose hacia mí. Me observó con ternura
durante unos segundos. Con esos ojos brillantes, esa mirada penetrante. Esa
mirada llena de calidez que la caracterizaba. Esa mirada de tía, de madrina.
Una mirada plenamente acogedora.
—Mañana voy a ir a la casa de Silvia Méndez —soltó, como
si sus palabras fuesen aire, y carraspeó.
—¿Qué? Silvia Méndez está buscando a Alan, no podés
aparecer en su casa como si fuese tu mejor amiga. Es peligroso, Ramona.
—No voy a aparecer en su casa como si fuese la mejor
amiga —se quejó—. Lo que quiero es hablar de un tema que nos acomete a ambas —hizo
una pausa, levantando una mano para señalarme que no la interrumpiera—. Además,
Silvia trabaja en el hospital: sabe quién soy. Sabe exactamente qué busco. Sabe
que fui yo la que arruinó el robo del hijo de Verónica. Ya corrí todo el
peligro que podía correr.
—No sé…
—No tengo nada que perder —insistió.
Respiré profundamente, apoyando la nuca en la pared. Entendía.
Entendía perfectamente. Pero, ¿por qué? ¿Por qué había necesidad de hacerlo?
—¿Mariano sabe?
—Por supuesto —murmuró, con la voz entrecortada—. Yo sí
lo tengo al tanto de este tipo de cosas.
Una lágrima se desprendió de su ojo izquierdo y descendió
lentamente por su mejilla, dejando un fino rastro de humedad.
Otro escalofrío nasal.
—Voy con vos —sentencié—. Y no podés oponerte.
Me dirigió una mirada repleta de dulzura.
—No iba a hacerlo —dijo, sonriendo.
y el de hoy?
ResponderEliminarbah, el de ayer? soy una lectora ansiosa, jaja
En unos minutos.
ResponderEliminarTenemos problemas técnicos.
Un saludo, Jess.