La habitación se había
convertido en una pequeña sala de hospital. La cómoda, antes llena de libros y
archivos, exponía una serie de productos y utensillos médicos de los cuales no
tenía idea. Una enredadera de cables ascendía por la mesa de luz y se conectaban
a diferentes máquinas que rodeaban la cama de dos plazas, y un pequeño monitor
colgaba donde antes había habido un cuadro de Miró.
Eché una mirada rápida a
Mariano mientras acostábamos a Federico sobre el colchón, suavemente. Su rostro
parecía haber envejecido años en sólo unas horas. Había algo en su expresión
que era realmente perturbador. Sus labios no denotaban sentimiento alguno. Sus
ojos habían perdido cualquier presencia de brillo. Era un rostro completamente
inerte.
Suspiré mientras le quitaba la
remera a mi amigo. Observé la venda en su pecho, bañada en rojo, bañada en
dolor. Mis ojos se inundaron de angustia y mi garganta se enredó. Me volví
rápidamente, dispuesto a sacarle las zapatillas.
—¿En serio vamos a dejar la
investigación? —pregunté, sólo para ocupar mi mente en cualquier otra cosa que
me hiciera olvidar la sangre.
—Sí, al menos por el momento
—murmuró mientras abría la venda—. No quiero que corramos peligro: ni nosotros,
ni nadie.
Me quedé en silencio,
pensativo. ¿Qué pasaría con Marco? ¿Terminar con la investigación implicaba
olvidarme de él? ¿Y Julia? No podía contarle nada. No después de lo que había
sucedido.
—¿Qué pasa? —quiso saber,
intuyendo mi preocupación.
—Estoy tan cerca de llegar a
Marco… probablemente responda a las peticiones de Margarita, o le conteste el
mensaje que le envió.
Esbozó una sonrisa casi
imperceptible, pero fue evidente en su rostro estático.
—Ramona tiene mi permiso para
resolver un asunto pendiente —dijo, revisando la herida, negando con la cabeza—. Supongo que no resulta
peligroso que sigas buscando a tu hermano.
Sonreí, y el nudo en la
garganta aflojó un poco. Comencé a sacarle la media izquierda a Federico y mis
dedos palparon una superficie distinta a la tela.
Papel.
Fruncí el entrecejo mientras
sacaba el pequeño trozo de hoja doblado a la mitad. Lo desplegué. Algo en mi
pecho empujó para salir, para escaparse.
Dos palabras escritas con
letra desprolija atravesaron mis pupilas y se grabaron en mi cabeza: Matías Vananzi.
—¿Qué es eso? —preguntó
Mariano, acercándose a mí.
Me volví hacia él, sin saber
qué responder. Nuestras miradas se cruzaron, e instantáneamente supe que ese
nombre, ese hombre, era el paso final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario