20.8.10






La habitación se había convertido en una pequeña sala de hospital. La cómoda, antes llena de libros y archivos, exponía una serie de productos y utensillos médicos de los cuales no tenía idea. Una enredadera de cables ascendía por la mesa de luz y se conectaban a diferentes máquinas que rodeaban la cama de dos plazas, y un pequeño monitor colgaba donde antes había habido un cuadro de Miró.
Eché una mirada rápida a Mariano mientras acostábamos a Federico sobre el colchón, suavemente. Su rostro parecía haber envejecido años en sólo unas horas. Había algo en su expresión que era realmente perturbador. Sus labios no denotaban sentimiento alguno. Sus ojos habían perdido cualquier presencia de brillo. Era un rostro completamente inerte.
Suspiré mientras le quitaba la remera a mi amigo. Observé la venda en su pecho, bañada en rojo, bañada en dolor. Mis ojos se inundaron de angustia y mi garganta se enredó. Me volví rápidamente, dispuesto a sacarle las zapatillas.
—¿En serio vamos a dejar la investigación? —pregunté, sólo para ocupar mi mente en cualquier otra cosa que me hiciera olvidar la sangre.
—Sí, al menos por el momento —murmuró mientras abría la venda—. No quiero que corramos peligro: ni nosotros, ni nadie.
Me quedé en silencio, pensativo. ¿Qué pasaría con Marco? ¿Terminar con la investigación implicaba olvidarme de él? ¿Y Julia? No podía contarle nada. No después de lo que había sucedido.
—¿Qué pasa? —quiso saber, intuyendo mi preocupación.
—Estoy tan cerca de llegar a Marco… probablemente responda a las peticiones de Margarita, o le conteste el mensaje que le envió.
Esbozó una sonrisa casi imperceptible, pero fue evidente en su rostro estático.
—Ramona tiene mi permiso para resolver un asunto pendiente —dijo, revisando la herida,  negando con la cabeza—. Supongo que no resulta peligroso que sigas buscando a tu hermano.
Sonreí, y el nudo en la garganta aflojó un poco. Comencé a sacarle la media izquierda a Federico y mis dedos palparon una superficie distinta a la tela.
Papel.
Fruncí el entrecejo mientras sacaba el pequeño trozo de hoja doblado a la mitad. Lo desplegué. Algo en mi pecho empujó para salir, para escaparse.
Dos palabras escritas con letra desprolija atravesaron mis pupilas y se grabaron en mi cabeza: Matías Vananzi.
—¿Qué es eso? —preguntó Mariano, acercándose a mí.
Me volví hacia él, sin saber qué responder. Nuestras miradas se cruzaron, e instantáneamente supe que ese nombre, ese hombre, era el paso final.

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