27.8.10





Ramona cambió de radio tras lanzar un tenso resoplido, igual a los diez de las últimas seis cuadras. Me miró, resignada a escuchar lo que fuese que sonara, y volvió su vista hacia adelante, concentrándose en la calle.
—¿Qué tal tu día? —preguntó mientras frenaba en la esquina: luz roja.
—Pésimo —murmuré—. Trabajar en Juno fue terrible. No pude dejar de pensar en Federico ni en Clara. Y Lisandro estaba igual.
Se quedó en silencio, comprensiva.
—¿Cómo está Mariano? —quise saber.
—Pésimo —remarcó—. Nunca lo había visto tan mal en mi vida. Ni siquiera cuando desaparecieron Ana y Guillermo, los padres de Lisandro. Está perturbado… muy preocupado. Y me parece que sé por qué.
Presionó el acelerador y el auto volvió a ponerse en marcha. Eran casi las tres de la tarde y Silvia Méndez nos esperaba en su casa, a pocas cuadras de donde estábamos en ese momento. La observé, esperando su explicación.
—Guillermo siempre decía que, cuanto más nos acercáramos a la justicia, peor iba a ser para todos nosotros —hizo una pausa—. Supongo que está pasando, ¿no?
Suspiré. Sí, estaba sucediendo.
Levantó las cejas y comprendí: eso era lo que temía Mariano. Que cada día fuese más peligroso. Que cada día hubiese un golpe. Una caída.
Continuamos andando sin hablar, durante unos minutos, y llegamos a la casa de la vieja compañera de Ramona. Era una construcción moderna, con ladrillo a la vista y enormes ventanales. Un jardín con plantas vistosas y cuidadas antecedía a la puerta de entrada. Parecía haber sido recortada de alguna ciudad estadounidense. Incluso me hizo recordar a los hogares que podían construirse en Los Sims.
—Pequeña casita —ironicé, bajándome del auto.
Ella se paró a mi lado, jugando con las llaves en su mano.
—¿Te das una idea de lo que ganan con cada bebé que venden?
—No, y no quiero saberlo.
—Mejor —sentenció, y comenzó a avanzar con firmeza a través del angosto camino de ladrillos que simulaba un zigzag casual entre los arbustos.
La seguí.
Tocó el timbre sin dudarlo. Un momento más tarde, la puerta se abrió.
—Irina —saludó Silvia Méndez, falsamente cordial—, ¿cómo estás?
—Imaginate —contestó la otra, con evidente asco.
La mujer se volvió hacia mí y lanzó una risita.
—Querida —sonrió—, fuiste tan obvia.
La miré, mordiéndome el labio inferior. Idiota.
—Vos también —fue todo lo que dije.
La empujé suavemente con el hombro y entré a su casa.

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