Ramona cambió de radio tras
lanzar un tenso resoplido, igual a los diez de las últimas seis cuadras. Me
miró, resignada a escuchar lo que fuese que sonara, y volvió su vista hacia
adelante, concentrándose en la calle.
—¿Qué tal tu día? —preguntó
mientras frenaba en la esquina: luz roja.
—Pésimo —murmuré—. Trabajar en
Juno fue terrible. No pude dejar de pensar en Federico ni en Clara. Y Lisandro
estaba igual.
Se quedó en silencio,
comprensiva.
—¿Cómo está Mariano? —quise
saber.
—Pésimo —remarcó—. Nunca lo
había visto tan mal en mi vida. Ni siquiera cuando desaparecieron Ana y
Guillermo, los padres de Lisandro. Está perturbado… muy preocupado. Y me parece
que sé por qué.
Presionó el acelerador y el
auto volvió a ponerse en marcha. Eran casi las tres de la tarde y Silvia Méndez
nos esperaba en su casa, a pocas cuadras de donde estábamos en ese momento. La
observé, esperando su explicación.
—Guillermo siempre decía que,
cuanto más nos acercáramos a la justicia, peor iba a ser para todos nosotros
—hizo una pausa—. Supongo que está pasando, ¿no?
Suspiré. Sí, estaba
sucediendo.
Levantó las cejas y comprendí:
eso era lo que temía Mariano. Que cada día fuese más peligroso. Que cada día
hubiese un golpe. Una caída.
Continuamos andando sin
hablar, durante unos minutos, y llegamos a la casa de la vieja compañera de
Ramona. Era una construcción moderna, con ladrillo a la vista y enormes
ventanales. Un jardín con plantas vistosas y cuidadas antecedía a la puerta de
entrada. Parecía haber sido recortada de alguna ciudad estadounidense. Incluso
me hizo recordar a los hogares que podían construirse en Los Sims.
—Pequeña casita —ironicé,
bajándome del auto.
Ella se paró a mi lado,
jugando con las llaves en su mano.
—¿Te das una idea de lo que
ganan con cada bebé que venden?
—No, y no quiero saberlo.
—Mejor —sentenció, y comenzó a
avanzar con firmeza a través del angosto camino de ladrillos que simulaba un
zigzag casual entre los arbustos.
La seguí.
Tocó el timbre sin dudarlo. Un
momento más tarde, la puerta se abrió.
—Irina —saludó Silvia Méndez,
falsamente cordial—, ¿cómo estás?
—Imaginate —contestó la otra,
con evidente asco.
La mujer se volvió hacia mí y
lanzó una risita.
—Querida —sonrió—, fuiste tan
obvia.
La miré, mordiéndome el labio
inferior. Idiota.
—Vos también —fue todo lo que
dije.
La empujé suavemente con el
hombro y entré a su casa.
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