—Permiso —dije, avanzando
lentamente por el recibidor de su casa hacia un sillón de dos cuerpos. Me
senté.
Ramona me siguió, un tanto
intimidada, y se acomodó a mi lado. Silvia Méndez se quedó de pie en la puerta,
desconcertada por nuestra actuación, pero recobró su soberbia rápidamente y se
sentó en una silla antigua que estaba estratégicamente ubicada frente a
nosotras.
—Entonces —murmuré—, ¿por qué
querías vernos?
—¿Perdón? —ironizó—. Irina me
llamó, para hablar conmigo.
Me reí.
—Por supuesto, pero porque yo
obtuve tu nombre del carnet de conducir que, casualmente, me diste tras
preguntar por Alan Ferrari.
Me dirigió una mirada de asco.
—Muy inteligente —se burló—.
Pero vayamos al grano, ¿les parece?
—No podrías haber tenido una
mejor idea —largó Ramona, cortante.
—Simplemente debo entregarles
dos mensajes para que transmitan a sus amigos —comenzó, cruzándose de piernas—.
El primero es bastante sencillo: si continúan metiéndose en lo que no deben, es
posible que terminen como el pobre muchacho del Congardi V, ¿lo conocen?
Esbozó una sonrisa de
satisfacción mientras Ramona y yo hacíamos un terrible esfuerzo por contener
nuestras lágrimas.
—El segundo —continuó, inclinándose
hacia adelante—, es aún más sencillo: sabemos que esconden a Alan Ferrari. Y,
como deben saber, Alan Ferrari implica demasiado peligro para nuestra
organización. Por lo tanto, si en dos semanas no lo localizamos, vamos a
empezar a tomar medidas… fuertes.
Hizo una pausa de varios
segundos. Ramona y yo nos miramos, angustiadas. Habíamos cruzado sólo unas
pocas palabras, suficientes para acorralarnos por completo. ¿Qué podíamos
decir? ¿Qué podíamos hacer? Estábamos en una situación completamente
desfavorable.
—Así que, voy a insistir: ¿dónde
está Alan Ferrari?
Ramona lanzó una carcajada.
—Eso es como si te preguntáramos
dónde vive Matías Vanzini —amenazó con un tono decidido y firme.
El rostro de Silvia Méndez
comenzó a llenarse de oscuridad. Ya no era todo regocijo y satisfacción: ahora
había también preocupación, miedo.
—El problema es que ustedes
están a kilómetros de Alan —continuó mi amiga—. Nosotros, sólo a unos metros de
Vanzini.
Se puso de pie. La imité.
—Ahora sí, nos vamos —dijo,
con un aire de superioridad.
Y comenzó a caminar hacia la
puerta.
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