28.8.10





—Permiso —dije, avanzando lentamente por el recibidor de su casa hacia un sillón de dos cuerpos. Me senté.
Ramona me siguió, un tanto intimidada, y se acomodó a mi lado. Silvia Méndez se quedó de pie en la puerta, desconcertada por nuestra actuación, pero recobró su soberbia rápidamente y se sentó en una silla antigua que estaba estratégicamente ubicada frente a nosotras.
—Entonces —murmuré—, ¿por qué querías vernos?
—¿Perdón? —ironizó—. Irina me llamó, para hablar conmigo.
Me reí.
—Por supuesto, pero porque yo obtuve tu nombre del carnet de conducir que, casualmente, me diste tras preguntar por Alan Ferrari.
Me dirigió una mirada de asco.
—Muy inteligente —se burló—. Pero vayamos al grano, ¿les parece?
—No podrías haber tenido una mejor idea —largó Ramona, cortante.
—Simplemente debo entregarles dos mensajes para que transmitan a sus amigos —comenzó, cruzándose de piernas—. El primero es bastante sencillo: si continúan metiéndose en lo que no deben, es posible que terminen como el pobre muchacho del Congardi V, ¿lo conocen?
Esbozó una sonrisa de satisfacción mientras Ramona y yo hacíamos un terrible esfuerzo por contener nuestras lágrimas.
—El segundo —continuó, inclinándose hacia adelante—, es aún más sencillo: sabemos que esconden a Alan Ferrari. Y, como deben saber, Alan Ferrari implica demasiado peligro para nuestra organización. Por lo tanto, si en dos semanas no lo localizamos, vamos a empezar a tomar medidas… fuertes.
Hizo una pausa de varios segundos. Ramona y yo nos miramos, angustiadas. Habíamos cruzado sólo unas pocas palabras, suficientes para acorralarnos por completo. ¿Qué podíamos decir? ¿Qué podíamos hacer? Estábamos en una situación completamente desfavorable.
—Así que, voy a insistir: ¿dónde está Alan Ferrari?
Ramona lanzó una carcajada.
—Eso es como si te preguntáramos dónde vive Matías Vanzini —amenazó con un tono decidido y firme.
El rostro de Silvia Méndez comenzó a llenarse de oscuridad. Ya no era todo regocijo y satisfacción: ahora había también preocupación, miedo.
—El problema es que ustedes están a kilómetros de Alan —continuó mi amiga—. Nosotros, sólo a unos metros de Vanzini.
Se puso de pie. La imité.
—Ahora sí, nos vamos —dijo, con un aire de superioridad.
Y comenzó a caminar hacia la puerta.

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