El agua caliente caía sobre mi
cabeza y espalda, masajeándome suavemente. Ducharse en invierno era algo tan
hermoso y placentero, que por mí hubiera pasado horas bajo el agua. Pero cerré la
canilla rápidamente: por un lado, porque mi consciencia me impedía desperdiciar
agua; por otro, porque Julia me estaba esperando en el living.
Era jueves. Y cumplíamos un
mes.
Me sequé rápidamente, no sin
temblar por el frío repentino, y me vestí. Me miré al espejo: ahí estaba
Lisandro. Pelo oscuro, ojos verdes. Y ahí estaba Alan, también con pelo oscuro
y ojos verdes. Eran lo mismo. Ya eran lo mismo.
Y sin embargo, había una carga
emocional tan grande sobre mi espalda, tras los disparos a Federico, que me
costaba reconocerlo. Lo único que me ayudaba era pensar en Marco: en Joaquín. Estaba
tan cerca, faltaba tan poco…
Tenía la barba un poco
crecida, pero decidí no afeitarme. Salí del baño con un bostezo, secándome el
pelo con la toalla de manos. Atravesé el pasillo, hasta el living, y le dirigí
una sonrisa a Julia.
Me observó con seriedad. Tenía
los ojos hinchados y rojos. Me asusté.
—¿Qué pasa? —pregunté, acercándome
lentamente.
—¿Me podés explicar —dijo, con
la voz entrecortada—, qué hace esto en tu cajón? —levantó su mano derecha.
Ahí, entre sus dedos, había
una pistola. La pistola que me había dado Mariano.
—¿Me revistaste el cajón? —casi
grité, irritado.
—¡Te lo revisé, sí! ¡Te lo
revisé porque sabía que me escondías algo! ¡Lo supe desde la primera vez que
cenamos juntos! —se puso de pie, levantando la voz—. En tus ojos, Lisandro, se
ve la mentira. Se ve el miedo. Se ve todo. Y después de lo que pasó el lunes;
después de lo de Federico, me di cuenta de que eso que ocultás te está
carcomiendo por dentro —me miró con dulzura, frunciendo el entrecejo—. Por eso
te revisé los cajones. Porque quiero saber qué te pasa, Lisandro. Y una pistola
me asusta demasiado.
Me quedé en silencio, sin
poder soltar una palabra. ¿Qué decir? ¿Qué mentira inventar? No podía decirle
la verdad. Mariano nos lo había pedido: no más peligro. Y no. No quería ponerla
en riesgo. No quería que supiera. Saber era, por horrible que sonara, mortal. No
deseaba eso para Julia.
Los ojos se me inundaron de
miedo.
—¿Qué te pasa, Ele? —la
preocupación se notaba en su voz.
Dio un paso hacia mí.
—No puedo, Julia —susurré—. No
quiero ponerte en peligro.
Me observó en silencio durante
unos segundos. Una mirada cargada de amor.
—No me importa el peligro —dijo—.
Me importa saber cómo estás —esbozó una sonrisa—. Saber cómo estás de verdad.
Me hiciste llorar, Ele.
ResponderEliminarAbriste mis recuerdos. Y lloré.