9.9.10






Abrí los ojos, sobresaltado. Mi celular sonaba sobre la mesa de luz.
Julia lanzó un débil gemido. Atendí.
—Lisandro —dijo Mariano—. Vení, por favor.
Dudé, confundido. ¿Había entendido bien?
—Mariano, son las cuatro de la mañana —me quejé.
—Por favor —repitió. Y entonces me di cuenta. Había algo extraño en su voz. Sonaba completamente perdida, vacía. Dolorida, angustiada, pero a la vez llena de fuerza, armonía y felicidad. Hueca.
Lo supe al instante.
Y entonces, todo lo que había dentro de mi cuerpo: la sinceridad de la noche anterior, la alegría, el miedo, el amor, la tristeza, el enojo; absolutamente todo, se esfumó. Se escapó por cada poro.
Corté.
Julia se sentó en la cama, asustada.
—¿Qué pasó, Ele?
—Mariano quiere que vaya a su casa —dije, y me levanté.
Mi cuerpo y mi mente se habían desconectado. Caminé, me vestí, caminé, fui al baño, caminé. Pero no fui consciente. No podía ser consciente. En toda mi cabeza había lugar para una sola cosa.
Federico.
—Esperame —dijo Julia—. Voy con vos.
—No —respondí—. No te muevas de acá.
Me puse la campera y salí al pasillo. Caminé, esperé el ascensor, descendí hasta la planta baja, caminé y salí a la calle. El silencio era aterrador.
La ciudad entera cayó sobre mi cabeza. Me aplastaba, presionaba mi cuerpo lentamente con una fuerza descomunal. La presión no me permitía retener el aire. No me permitía respirar.
Me concentré en inflar los pulmones, pero las costillas dolían. Los músculos dolían. Las venas dolían. Lo que fuese que hubiera en mi cuerpo dolía. Era un dolor insoportable, profundo, agobiante. Pero a la vez, completamente insignificante. Un dolor que no me hacía daño, ni un poco. Estaba allí y molestaba, pero no me hacía daño. Porque no me pertenecía. No podía pertenecerme: no había nada dentro mío.
Hueco.
Estaba hueco.

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