Abrí los ojos, sobresaltado.
Mi celular sonaba sobre la mesa de luz.
Julia lanzó un débil gemido.
Atendí.
—Lisandro —dijo Mariano—.
Vení, por favor.
Dudé, confundido. ¿Había
entendido bien?
—Mariano, son las cuatro de la
mañana —me quejé.
—Por favor —repitió. Y
entonces me di cuenta. Había algo extraño en su voz. Sonaba completamente
perdida, vacía. Dolorida, angustiada, pero a la vez llena de fuerza, armonía y
felicidad. Hueca.
Lo supe al instante.
Y entonces, todo lo que había
dentro de mi cuerpo: la sinceridad de la noche anterior, la alegría, el miedo,
el amor, la tristeza, el enojo; absolutamente todo, se esfumó. Se escapó por
cada poro.
Corté.
Julia se sentó en la cama,
asustada.
—¿Qué pasó, Ele?
—Mariano quiere que vaya a su
casa —dije, y me levanté.
Mi cuerpo y mi mente se habían
desconectado. Caminé, me vestí, caminé, fui al baño, caminé. Pero no fui
consciente. No podía ser consciente. En toda mi cabeza había lugar para una
sola cosa.
Federico.
—Esperame —dijo Julia—. Voy
con vos.
—No —respondí—. No te muevas
de acá.
Me puse la campera y salí al
pasillo. Caminé, esperé el ascensor, descendí hasta la planta baja, caminé y
salí a la calle. El silencio era aterrador.
La ciudad entera cayó sobre mi
cabeza. Me aplastaba, presionaba mi cuerpo lentamente con una fuerza
descomunal. La presión no me permitía retener el aire. No me permitía respirar.
Me concentré en inflar los
pulmones, pero las costillas dolían. Los músculos dolían. Las venas dolían. Lo
que fuese que hubiera en mi cuerpo dolía. Era un dolor insoportable, profundo,
agobiante. Pero a la vez, completamente insignificante. Un dolor que no me
hacía daño, ni un poco. Estaba allí y molestaba, pero no me hacía daño. Porque
no me pertenecía. No podía pertenecerme: no había nada dentro mío.
Hueco.
Estaba hueco.
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