Bocinazo.
Pablo giró el volante
rápidamente hacia la derecha y el auto dio una vuelta brusca, haciéndome perder
el control sobre mi cuerpo, incluso sentado, y obligándome a apoyarme en la
baulera.
Un coche frenó repentinamente
detrás nuestro y volvió a tocar bocina.
—La puta madre —murmuró Pablo,
sin perder de vista al Peugeot rojo que avanzaba delante, a toda
velocidad.
—¡Acelerá! —me desesperé.
—No puedo, Lisandro, estamos
en el medio de la ciudad, ¿qué querés que haga? —respondió, enfurecido, hablando
a una velocidad casi ininteligible.
—¡No sé, algo! —grité, enfatizando la última
palabra—. ¡Pero tenemos que pararla! ¡Como sea!
—¡Ya sé, Lisandro! —estalló.
Sus manos presionaron con
fuerza. Dio otro volantazo, que provocó más bocinas. El auto de Ramona avanzaba
rápidamente; zigzagueando, doblando. Estaba haciendo lo posible para perdernos.
—¿Dónde mierda vive este tipo?
—A cinco cuadras —contestó
cortante, pero con calma. No despegaba los ojos del Peugeot.
Enderecé la espalda, nervioso,
y me incliné hacia adelante, en un esfuerzo vano por ayudar a las ruedas; en
lograr que giraran con más velocidad.
—En una casa enorme, que
parece de mentira, con un jardín gigantesco y lleno de plantas —continuó Pablo—.
Custodiada por dos hombres que rotan al mediodía y a la medianoche —hizo una
pausa—. Aquella de allá.
Fijé mi vista en una casa que
se correspondía perfectamente con la descripción. Noté cómo nos acercábamos. Vi
los ladrillos. Vi las rejas. Vi los detalles barrocos grabados sobre las rejas.
Vi las plantas, secas por el frío invernal. Vi los árboles, vacíos de hojas. Vi
a los guardias.
Avanzábamos rápidamente. Estábamos
en la esquina. Cerca. Muy cerca.
El Peugeot se detuvo y Ramona bajó
con un movimiento sutil.
Pablo suspiró. Presionó el
acelerador levemente: semáforo rojo.
Ella cruzó la calle. Gritó
algo que no alcancé a escuchar.
Verde. Las ruedas chirriaron y
el auto aceleró de golpe, empujándome hacia atrás. Media cuadra. Apreté los
dientes, conteniendo los nervios.
Atravesó las rejas. Los
guardias la observaron, alertas.
Otro chirrido de llantas en
cuanto Pablo frenó. Abrí la puerta y me bajé.
Ella sonrió, alzando su brazo hacia
delante. Tenía la pistola.
—¡Ramona! —grité, corriendo.
Disparo.
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