11.9.10

musicalizá






Ramona se estaba desgarrando por dentro. Abría la boca y todo lo que salía era un débil gemido, casi imperceptible. Tenía el rostro empapado, cubierto de lágrimas y de dolor. Estaba arrodillada al borde de la cama.
Mariano, de pie a mi lado, la observaba en silencio, tapándose la boca con una mano. Respiraba haciendo mucho ruido. Y temblaba.
Pablo se había acuclillado junto a Ramona y le masajeaba la espalda con ternura. No me había mirado desde que había llegado.
Yo estaba completamente agitada. No podía respirar, algo obstruía el paso del aire. Mi cuerpo daba grandes sacudidas repentinamente, como si intentara hacerme reaccionar de lo que sucedía. Y mis dientes parecían a punto de romperse por la presión de mi mandíbula. Pero ni una lágrima se había asomado.
Ya no me quedaban.
Lisandro entró a la habitación junto a Emanuel. Tenía la mirada perdida y el rostro pálido. Su postura, sus ojos, sus gestos, no expresaban nada. Se quedó a mi lado sin decir una palabra. Simplemente observando.
Ramona se puso de pie y salió de la habitación en silencio, con la cabeza gacha. Pablo no se inmutó. Sus brazos quedaron colgando en el aire, apoyados en una inexistente espalda.
Mariano rodeó la mía con un cálido abrazo que no hizo más que contener mis sacudidas. Fue un abrazo vacío, porque ya no había energía que transmitir. No había nada en esa habitación más que seis personas.
Se escuchó un portazo. Pablo se puso de pie y salió de la habitación.
—¡Ramona! —escuché.
El rostro de Lisandro se llenó de preocupación. Me miró durante unos segundos y corrió hacia el living. Emanuel lo siguió.
Otro portazo.
Mariano y yo nos quedamos allí, abrazados, sin pronunciar palabra. Sentí cómo mis lágrimas ascendían nuevamente a través de mis mejillas y se dejaban escapar hacia el mundo real, fuera de mi cuerpo. Sentí cómo se deslizaban hacia abajo. Sentí cómo colgaban de mi mentón durante un momento. Y sentí cómo se desprendían de mí, para siempre.
Emanuel se asomó por el pasillo.
—Ramona buscó la dirección de Vanzini en la computadora —dijo, lleno de desesperación—. Se llevó una pistola.
Mariano me soltó, volviéndose hacia él.
—Pablo y Lisandro la fueron a buscar —continuó—. Van los tres en auto.
Nos quedamos en la habitación, en silencio. Observando a Federico, que seguía recostado en la cama, tapado hasta los hombros, con una débil sonrisa en su rostro.
Sin respirar.

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