Ramona se estaba desgarrando
por dentro. Abría la boca y todo lo que salía era un débil gemido, casi
imperceptible. Tenía el rostro empapado, cubierto de lágrimas y de dolor.
Estaba arrodillada al borde de la cama.
Mariano, de pie a mi lado, la
observaba en silencio, tapándose la boca con una mano. Respiraba haciendo mucho
ruido. Y temblaba.
Pablo se había acuclillado
junto a Ramona y le masajeaba la espalda con ternura. No me había mirado desde
que había llegado.
Yo estaba completamente
agitada. No podía respirar, algo obstruía el paso del aire. Mi cuerpo daba
grandes sacudidas repentinamente, como si intentara hacerme reaccionar de lo
que sucedía. Y mis dientes parecían a punto de romperse por la presión de mi
mandíbula. Pero ni una lágrima se había asomado.
Ya no me quedaban.
Lisandro entró a la habitación
junto a Emanuel. Tenía la mirada perdida y el rostro pálido. Su postura, sus
ojos, sus gestos, no expresaban nada. Se quedó a mi lado sin decir una palabra.
Simplemente observando.
Ramona se puso de pie y salió
de la habitación en silencio, con la cabeza gacha. Pablo no se inmutó. Sus
brazos quedaron colgando en el aire, apoyados en una inexistente espalda.
Mariano rodeó la mía con un
cálido abrazo que no hizo más que contener mis sacudidas. Fue un abrazo vacío,
porque ya no había energía que transmitir. No había nada en esa habitación más
que seis personas.
Se escuchó un portazo. Pablo
se puso de pie y salió de la habitación.
—¡Ramona! —escuché.
El rostro de Lisandro se llenó
de preocupación. Me miró durante unos segundos y corrió hacia el living.
Emanuel lo siguió.
Otro portazo.
Mariano y yo nos quedamos
allí, abrazados, sin pronunciar palabra. Sentí cómo mis lágrimas ascendían nuevamente
a través de mis mejillas y se dejaban escapar hacia el mundo real, fuera de mi
cuerpo. Sentí cómo se deslizaban hacia abajo. Sentí cómo colgaban de mi mentón
durante un momento. Y sentí cómo se desprendían de mí, para siempre.
Emanuel se asomó por el
pasillo.
—Ramona buscó la dirección de
Vanzini en la computadora —dijo, lleno de desesperación—. Se llevó una pistola.
Mariano me soltó, volviéndose
hacia él.
—Pablo y Lisandro la fueron a
buscar —continuó—. Van los tres en auto.
Nos quedamos en la habitación,
en silencio. Observando a Federico, que seguía recostado en la cama, tapado
hasta los hombros, con una débil sonrisa en su rostro.
Sin respirar.
Lloré con este capítulo :(
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