3.9.10




—Tengo noticias —dijo Pablo con seriedad, en cuanto atravesé la puerta—. Inesperadas, pero interesantes.
Lo miré, extrañado.
Era una hermosa tarde de sol y había aprovechado el tiempo entre horas de trabajo en Juno para ir a lo de Mariano a ver a Federico. Margarita tenía cosas que hacer, por lo que no me había acompañado.
—Esta mañana se hizo público un listado electoral más, ¿y adiviná quién puede llegar a ser un futuro diputado nacional?
Estoy seguro de que mi rostro se cubrió de preocupación: la sentí ascender a través de mi estómago, atravesando cada célula. La sentí invadirme por completo.
—Exactamente —me dio la razón, intuyendo mis pensamientos—: Matías Vanzini. Sorprendente, ¿no?
Había un periódico sobre la mesa. Y Ramona estaba abalanzada sobre él, completamente concentrada en la lectura.
—Ana Clara De Sousa… —murmuró por lo bajo—. Trabaja junto a ellos… estaba en las listas que extrajimos del Congardi V.
—No sólo ella —la contradijo—. Pedretti, Gómez Ferro, Caraballo, Roca, Tuero, Leivo… y probablemente el resto también, sin que lo sepamos.
—Nefasto —susurró ella, negando con la cabeza.
Lanzó un profundo suspiro y se desplomó sobre el sillón.
—Con ese poder pueden acceder mucho más sencillamente a tantas cosas… no quiero ni siquiera imaginarlo —comenzó Pablo—. Además, es una forma de legitimar indirectamente todo su trabajo. Y de ocultarlo, por supuesto. Si acceden a esos cargos, se acabaron las posibilidades de justicia.
—No van a acceder a esos cargos —intervino Mariano, entrando en la habitación desde el pasillo—. Falta mucho para las elecciones. Podemos actuar antes —hizo una pausa—. Es más: tenemos que actuar antes.
—O morir en el intento —ironizó la otra.
—Ramona —la retó.
Me saludó con un fuerte abrazo y se sentó en una de las sillas. Estaba agotado y su cuerpo lo evidenciaba. Sus ojos, irritados y caídos. Su boca, exenta de cualquier sentimiento. Sus movimientos, lentos y torpes al mismo tiempo. Nos miró, en silencio, durante varios segundos.
—No es necesario que diga nada, ¿no? —casi suplicó.
Le respondí con una sonrisa.
No. No era necesario, porque su cuerpo lo decía todo.
Federico no había mejorado.

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