—Tengo noticias —dijo Pablo
con seriedad, en cuanto atravesé la puerta—. Inesperadas, pero interesantes.
Lo miré, extrañado.
Era una hermosa tarde de sol y
había aprovechado el tiempo entre horas de trabajo en Juno para ir a lo de
Mariano a ver a Federico. Margarita tenía cosas que hacer, por lo que no me
había acompañado.
—Esta mañana se hizo público
un listado electoral más, ¿y adiviná quién puede llegar a ser un futuro
diputado nacional?
Estoy seguro de que mi rostro
se cubrió de preocupación: la sentí ascender a través de mi estómago,
atravesando cada célula. La sentí invadirme por completo.
—Exactamente —me dio la razón,
intuyendo mis pensamientos—: Matías Vanzini. Sorprendente, ¿no?
Había un periódico sobre la
mesa. Y Ramona estaba abalanzada sobre él, completamente concentrada en la
lectura.
—Ana Clara De Sousa… —murmuró
por lo bajo—. Trabaja junto a ellos… estaba en las listas que extrajimos del
Congardi V.
—No sólo ella —la contradijo—.
Pedretti, Gómez Ferro, Caraballo, Roca, Tuero, Leivo… y probablemente el resto
también, sin que lo sepamos.
—Nefasto —susurró ella,
negando con la cabeza.
Lanzó un profundo suspiro y se
desplomó sobre el sillón.
—Con ese poder pueden acceder
mucho más sencillamente a tantas cosas… no quiero ni siquiera imaginarlo —comenzó
Pablo—. Además, es una forma de legitimar indirectamente todo su trabajo. Y de
ocultarlo, por supuesto. Si acceden a esos cargos, se acabaron las
posibilidades de justicia.
—No van a acceder a esos
cargos —intervino Mariano, entrando en la habitación desde el pasillo—. Falta
mucho para las elecciones. Podemos actuar antes —hizo una pausa—. Es más: tenemos
que actuar antes.
—O morir en el intento —ironizó
la otra.
—Ramona —la retó.
Me saludó con un fuerte abrazo
y se sentó en una de las sillas. Estaba agotado y su cuerpo lo evidenciaba. Sus
ojos, irritados y caídos. Su boca, exenta de cualquier sentimiento. Sus movimientos,
lentos y torpes al mismo tiempo. Nos miró, en silencio, durante varios
segundos.
—No es necesario que diga
nada, ¿no? —casi suplicó.
Le respondí con una sonrisa.
No. No era necesario, porque
su cuerpo lo decía todo.
Federico no había mejorado.
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