Pablo detuvo el auto bruscamente, en doble fila, y casi
saltó a través de la puerta. Lo seguí corriendo hasta la entrada y el pecho se
me estrujó al ver que la cerradura estaba forzada. Cerré los ojos,
desilusionada.
—Esperá acá —susurró, mientras se deslizaba con cuidado
hacia el interior de la casa de Mariano.
Esperé. Esperé diez, quince, veinte segundos. Esperé un
minuto, quizá dos. Pero no pude soportar la desesperación. No pude soportar la
intriga, el silencio.
Empujé la puerta.
—No entres, Margarita —gritó Pablo, seriamente. Había un
dejo oscuro, triste, completamente desconsolado en su tono de voz.
No le hice caso. Di un paso hacia adelante, entrando. Me
recibió el cuerpo de Natalia, desparramado en el suelo del living, rodeado de
rojo. Completamente inerte. Y unos metros más allá, al lado de la computadora,
Mariano. Desplomado en el piso, con los ojos ciegos, los oídos sordos, el
rostro sin rostro.
Tomé aire con dificultad. Sentía que todo estaba
desapareciendo, lentamente. Las baldosas, las paredes. La mesa, las sillas. Los
cuerpos, la sangre. Desparecía, dejándome completamente sola, en un vacío que
me aprisionaba, que anudaba mi garganta y se comprimía, aplastándome.
—Hijos de puta —murmuré, sin separar la mandíbula,
dejando escapar todo el aire de mis pulmones —. Hijos de puta.
Mi diafragma había enloquecido. Se contraía y relajaba
una y otra vez, impidiéndome respirar con normalidad. Obligándome a apoyarme
contra la pared, a la espera de la calma.
—Ya habían enviado todos los archivos —dijo Pablo, desde
algún lugar de la habitación ajeno a mi realidad—. Llegaron tarde.
—Hijos de puta —repetí, temblorosa, como única respuesta—.
Hijos de puta.
El vacío aumentaba. Ocupaba más y más espacio. Ingresaba
por mis poros, invadiéndome poco a poco. Anulándome.
Mi celular sonó.
—Habla Emergencias —dijo un joven, del otro lado—. ¿Dónde
está, señorita?
Tardé en darme cuenta de lo que sucedía. Tardé en volver
al mundo, capaz de procesar la información y formular una oración coherente.
—Tuve que irme —murmuré, recuperando la visión.
—La mujer que encontró ya está en una ambulancia. Vamos
a llevarla al Hospital Ramos Mejía —hizo una pausa—. ¿La conoce?
—No —mentí, sin saber por qué. Y corté.
Respiré profundamente: mi diafragma se había relajado.
Miré a Pablo, que me observaba con la mirada vacía, esbozando una sonrisa
triste.
Nosotros también habíamos llegado tarde.
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