Miré fijamente el círculo oscuro que me amenazaba. Miré
profundamente, imaginando las heridas que había causado. Las vidas sobre las
que había decidido. Las lágrimas que había hecho desprenderse. Lo miré en
silencio, durante varios segundos, y levanté mi vista hacia Vanzini.
—No vas a matarme —sonreí—. Implicaría perder demasiada
información.
Rió por lo bajo.
—La única información que necesitaba me la brindó tu noviecita
—comentó, en tono burlón—. Es una lástima.
Quitó el seguro del arma. El débil click invadió la habitación.
Invadió mi cuerpo, instalándose en mi pecho, sofocándolo. Tomé aire mientras
levantaba el brazo en el que sostenía la pistola. Otro click.
—Sólo es cuestión de presionar el gatillo —dije, con
seriedad.
No iba a hacerlo; no era capaz. En mi casa, sentado cómodamente
en el sillón, hubiera jurado que dispararía a Vanzini, después de todo lo que
había hecho. Hubiera jurado que tendría el valor para hacerlo, que no dudaría
un solo segundo. Pero allí, con el arma preparada, las cosas se veían de otra
forma. No iba a matarlo: tenía el valor para permitirle seguir viviendo, después
de todo lo que había hecho.
Nos quedamos así, sin movernos, sin hablarnos, durante
unos minutos. Con las miradas fijas en los ojos del otro, con el rostro inmune,
con los brazos extendidos, amenazantes. Pero sin hacer un solo movimiento.
—Estoy esperando, Ferrari —comentó él, soberbio.
Iba a contestar. Iba a desafiarlo a que se atreviera,
pero no tuve el tiempo suficiente. La puerta se abrió y una policía se deslizó
hacia el interior, a paso rápido.
—¿Cuántas veces tengo que decirle a Mejía que venga él mismo
a tratar nuestras cuestiones? —se quejó Vanzini, sin bajar el brazo.
—No venimos de parte del oficial Mejía —sonrió la mujer;
dos hombres más entraron tras ella y caminaron directo hacia nosotros—. Queda
detenido, acusado de robo y tráfico de niños, falsificación de documentos
legales, secuestro y asesinato, hasta que se demuestre su inocencia.
Uno de los policías nos quitó las armas, mientras el
otro tomaba a Vanzini por la espalda y esposaba sus manos. Sonreí, y un
cosquilleo se deslizó por mi columna.
—No vine a matarte —confesé—. Vine a grabar esta
conversación, para que no haya forma de que nos sigas mintiendo a todos.
Se volvió hacia mí, con el rostro empapado de odio. Los
policías lo condujeron hacia el exterior de la casa y yo los seguí a paso lento.
Emanuel, Verónica, Pablo y Margarita esperaban en el jardín. Pero sus ojos no
brillaban. Sus ojos no se habían cargado de la alegría y el regocijo que recorrían
mi cuerpo.
—¿Qué pasó? —pregunté, preocupado.
Sus ojos siguieron oscureciéndose.
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