La puerta de madera cayó con un golpe seco, tras varios
minutos de fuertes patadas contra ella. Una nube de polvo se desprendió del
suelo, resplandeciendo ante la luz que se filtraba en el galpón, generando una
tenue iluminación.
La habitación estaba vacía. Sólo podían verse algunos
montones de cajas y, en el centro, una silla. Una mujer sentada sobre una
silla. Una mujer desnuda, bañada en barro y sangre. Una mujer lastimada,
golpeada, ultrajada.
Julia.
Avancé rápidamente, en silencio, mientras mi cuerpo
pedía a temblores y escalofríos que llorara, que gritara, que expulsara todo el
dolor y la furia. Me acuclillé a su lado y le corrí el pelo de la cara,
temblorosa.
—Julia —susurré—. Julia.
Pablo se había quedado en la entrada. Podía oír su
respiración, acelerada. Podía oír cómo soltaba el aire, intentando relajarse.
—Julia —insistí, acariciándole la cara—. Julia, por
favor.
Abrió los ojos. Todo su cuerpo se tensionó. Cada uno de
sus músculos cedió para que pudiese realizar ese movimiento. Sonreí,
aferrándola por los hombros.
—Vamos a llevarte a un hospital —dije, dejando escapar
una lágrima.
—Margarita —soltó ella, enredando su voz con el aire.
La miré, devastada. Hablaba lentamente, entrecortando el
sonido. Hablaba tartamudeando, haciendo su mayor esfuerzo. Hablaba, y con cada
palabra mi pecho se hundía más y más. Se contorsionaba, se desgarraba.
—No hay tiempo, Margarita —alcanzó a decir. Tosió.
—Sí hay tiempo, Julia —me opuse—. Vamos a llevarte al
hospital, y vas a estar bien. Y vas a ver a Lisandro, y le vas a dar un beso, y
vas a conocer a Marco, su hermano. Vas a conocer a Marco, Julia —sonreí, volviéndome
hacia Pablo—. Andá a buscar el auto, por favor —le pedí.
—Les dije, Margarita —continuó ella, necesitando cada
vez más fuerza—. No tienen tiempo —repitió, y volvió a toser—. Les dije la
dirección de Mariano.
Me puse de pie, suspirando. No me importaba. No me
importaba nada más que salvarle la vida. No podía pensar en nada más.
—Ambulancia —fue lo último que dijo. Cerró los ojos y
dejó caer su cabeza suavemente hacia adelante. Seguía viva. Seguía respirando. Y
había tomado una decisión. Una decisión que, por más que me costara, debía
respetar.
Corrí hacia afuera del galpón, sacando mi celular.
Marqué el número de emergencias y continué, a toda velocidad, hacia el auto.
Pablo me siguió.
—Encontramos una mujer en un galpón en la ruta. Está
mal, muy mal. Inconsciente, me parece. Pero está viva —dije, desesperada, en
cuanto me atendieron—. Necesitamos una ambulancia urgente. Lo antes posible.
—¿Kilómetro? —preguntaron.
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