Los rayos del sol descendían desde
lo alto, dando de lleno en mi cara. Hacía meses que no sentía esa hermosa
sensación de calor, que no deja espacio a otras emociones. Meses atrás, pérdida
tras pérdida, hubiera sido imposible relajarse. Bañarse, al menos un poco, de
la tranquilidad solar.
—Encontramos a Julia. Está en el hospital —dijo Margarita, casi en
susurro, tras darme las malas noticias—. ¿Vamos a verla?
Asentí suavemente, esbozando una sonrisa.
Una leve brisa se acercó, trayendo
consigo el olor de las hojas, de las flores nacientes, de la tierra humedecida.
La primavera se mostraba, en aquel lugar, como en ninguna otra parte. El canto
de los pájaros, nunca interrumpido. El caminar lento de alguna abuela, de algún
abuelo, esperando sentirse, quizá, un poco menos solos. La risa triste del
niño, cargada de inocencia; cargada de nostalgia. La primavera se mostraba triste,
pero cálida. Triste, pero esperanzada. Triste, pero llena de vida, a pesar de
todo.
—¿Cómo está?
—Grave; sigue inconsciente. Fue muy golpeada —explicó el médico—, y su
cuerpo necesita mucha fuerza para recuperarse.
Presioné los labios, conteniendo las lágrimas.
—No puedo creer que hayan pasado dos
meses —murmuré.
Alejandro lanzó un suave suspiro, levantando
la vista. Me observó durante unos segundos, en silencio.
—El tiempo nunca se detiene, Ele —comentó,
y su voz lo cubrió todo—. Ni en la lucha cotidiana, ni en la tristeza de la
muerte, ni en alegría del triunfo, ni en el silencio del recuerdo. El tiempo
siempre pasa.
Me abrazó con fuerza. Me presionó contra ella, transmitiéndome todo su
calor, toda su energía.
—No pudo verme, Marga —susurré, apoyando mi cabeza en su hombro.
Presionó más, y el abrazo ocupó todo el vacío, toda la nada que avanzaba
a través de mi cuerpo, cubriéndolo lentamente.
—No es necesario —dijo, dulcemente—. No es necesario ver para sentir.
Alejandro rodeó mi espalda con su
brazo, empujándome suavemente hacia adelante, y sacó la flor marchita del
pequeño recipiente de vidrio.
—¿Vamos? —preguntó—. No querrás
llegar tarde.
—No. Pero me hubiese encantado que
ella estuviese ahí, que lo conociera conmigo —murmuré, dejando escapar una lágrima
contenida.
Coloqué un lilium amarillo,
acariciando sus pétalos. Y comenzamos a caminar hacia la salida, a paso lento. Me
miró, y el brillo en sus ojos fue suficiente para comprender lo que estaba
pensando.
Julia siempre iba a estar ahí.
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