Observé cómo se acercaba, atravesando la plaza. Sus
rasgos eran todavía imperceptibles, pero supe que era él en cuanto divisé su
forma de caminar; cada movimiento lo delataba.
Me acomodé en el banco de madera: estaba nerviosa. Pero
era una sensación placentera. Nervios placenteros. Iba hacer algo que había planeado
durante varias semanas. Y no podía evitar que se me retorciera el estómago.
Se acercaba, con su particular andar. Idéntico al de su
hermano. Joaquín; Marco. Era como ver a Lisandro.
Me puse de pie y caminé hacia él, sonriendo. Saludó con
la mano, desde lejos.
—¿Cómo estás? —pregunté, cuando lo tuve en frente. Era
bastante más alto que yo. Y más alto que su hermano. Tenía el pelo castaño
claro y los ojos de color almendra brillante.
—Bien —dijo—. Raro. Es raro verte en persona.
—Te lo pedí porque quiero darte algo —comencé; quería
terminar con eso lo antes posible—. Una especie de regalo.
Me miró extrañado. Hurgué en mi mochila y saqué una
carpeta con tapas rojas. La sostuve contra mi pecho durante unos segundos y
luego se la di.
—No la mires acá —me apresuré a decir—. Esa carpeta
tiene todo lo que vas a necesitar para creerme.
Frunció el ceño
—¿Creerte qué?
Respiré profundamente, pensando en cómo contarle toda la
verdad.
—Mañana va a terminar todo, Joaquín; toda la mentira. Y
mi relación con vos es parte de esa mentira. Tu nombre es parte de esa mentira.
Tus padres, tu familia. Es una mentira enorme, indescriptible. Pero mañana, al
fin, se va a acabar todo. Y no puedo esperar hasta mañana para que sepas la
verdad. No puedo permitir que te llegue desde otro lado. Necesito decírtelo.
Necesito contártelo. Pero necesito que tengas las pruebas para creerme.
No dijo nada. Simplemente me observaba, expectante.
Esperando a que me atreviera a pronunciar su verdadero nombre. Esperando a que
le dijera que tenía un hermano. Esperándolo, aunque no lo supiera.
—Leela, por favor. Esa —indiqué, señalando la carpeta—,
es tu verdad. Tu vida, Joaquín: no la deseches. Por favor, cuando estés en tu
casa, leela. Y cuando me creas, cuando estés preparado, avisame —me detuve,
pensativa—. Pero no me hables antes, por favor. Solamente cuando estés
preparado para conocerlo.
Sus ojos lucían preocupados. Algo en ellos me
perturbaba.
—¿Qué pasa, Margarita? —preguntó, asustado.
Asentí suavemente con la cabeza. No había más que
explicar.
—Tenés un hermano. Soy su amiga —hice una pausa—. Y te
llamás Marco.
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