12.10.10






—¿Estás seguro de esto? —repitió Alejandro, desde el taxi. Le envié una mirada segura, asintiendo, mientras retrocedía unos pasos.
—Confiá en mí —dije—. Volvé en quince minutos.
Di media vuelta y comencé a caminar directo al primaveral jardín de Vanzini. Hasta sus plantas se mentían a sí mismas: el invierno todavía amenazaba cada mañana. Unos de los guardias se acercó, impidiéndome el paso.
—Soy Alan Ferrari —murmuré con superioridad—. Supongo que me conocés.
Sonreí, mientras me observaba de los pies a la cabeza. Y de la cabeza a los pies. Dio un paso hacia la izquierda, liberando mi camino, y se llevó el handie a la boca. No alcancé a escuchar lo que dijo.
Avancé decidido, directo a la puerta. No tuve que tocar el timbre, Vanzini la abrió en cuanto estuve frente a ella. Tenía los ojos iluminados de gloria.
—¡Alan, querido! —saludó, falsamente alegre—. ¿O debería decir Lisandro?
Me deslicé hacia el interior de la casa, lanzando un débil bufido. Fingiendo aburrimiento, aunque por dentro los nervios me carcomían las células.
—¿Dónde está Julia? —ataqué, sin pensarlo dos veces.
Lanzó una risita. Odiosa.
—Doy órdenes, Ferrari —comentó, como si nada—. De eso a saber cómo se cumplen hay un paso muy grande.
Presioné la mandíbula, conteniendo la rabia. Mi pecho parecía a punto de arder en llamas e incendiar ese lujoso recibidor. Inhalé.
—Julia no tiene nada que ver con esto. No sabe nada.
Exhalé.
—Qué raro —ironizó, gustoso—. Porque lo primero que dijo fue que no nos iba a decir absolutamente nada —sonrió—. Supongo que algo tiene que saber.
—Le llegan a hacer cualquier… —comencé, pero me interrumpió al instante.
—No estás en condiciones de advertirme, Ferrari. Si todavía no tenés una bala en la sien es porque te considero más útil vivo que muerto —amenazó, con voz firme y decidida: no mentía—. Por ahora —aclaró.
Me quedé mudo. Completamente mudo. Ese hombre alto, rubio y esbelto, asquerosamente esbelto, irradiaba una energía hostil que me invadía, aniquilando cada porción de valentía que había en mi cuerpo.
—Así que, por favor, andate de mi casa antes de que cambie de opinión.
Di un paso hacia atrás, tembloroso. Quería irme. Necesitaba irme. Julia estaba en manos de esa gente y no podía salvarla. Se me enredó la garganta.
Margarita: tenía que hablar con ella. Abrí la puerta, conteniendo una arcada.
—Saludos a tus padres —agregó, burlón—. O mejor se los envía Julia.
Cerré la puerta. Y avancé, con la mirada perdida. Conteniendo el llanto.
Ir allí había sido la peor idea.

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