Tiramos un colchón en el
living para que Alejandro durmiera, aunque nos quedamos hasta tarde hablando
sobre los últimos meses. En Roca todos creían que seguía en España y que había
decidido no comunicarme por seguridad. Y no estaban tan equivocados, en
realidad, más allá del país en el que me encontrara.
Yo le conté absolutamente
todo. Desde el primer día en Capital, cuando subí al taxi incorrecto y Pablo se
encargó de rescatarme.
Hasta la muerte de Ramona, el día anterior. Sin perderme de ningún detalle. Sin
olvidarme de Verónica, de su hijo Alan. Sin olvidarme de mis días como tío, ni
de mis días en Juno. Sin olvidar las discusiones con Helena, la complicidad de
Federico, la intriga de Margarita. Sin olvidar la presión al ver mi pistola por
primera vez, dentro de la caja. Sin olvidar la culpa por incitar a Margarita a
apuntar con la suya. Sin olvidar el sonido del disparo, la sangre sobre el
pasto. Sin olvidar el llanto. Sin olvidar el ardor en la garganta. Sin olvidar
ningún detalle, ninguna sensación.
Al día siguiente nos
levantamos a las dos de la tarde. Julia y yo cocinamos tarta de atún y
Alejandro compró helado. Nos sentamos a almorzar casi una hora más tarde. Mi
celular sonó mientras servía la comida.
Era Patricio. Lo saludé,
sorprendido.
—Hoy vino una mujer
preguntando por Alan Ferrari —comentó; un escalofrío recorrió mi espalda—. Nos
mostró una foto de un chico muy parecido a vos.
—¿Y qué le dijeron? —me
asusté.
—Que vos trabajabas acá, pero que
habías renunciado. Nos dijo que te conocía, que eras el primo de Alan.
Sonreí.
—Sí, soy su primo. Nos
parecemos mucho —mentí—. Les debe plata y se fugó a algún lugar del país. Pero,
sinceramente, ni yo lo sé.
—Me dijeron que iban a hablar
con vos.
Cerré los ojos, intentando
relajarme. La tensión avanzaba lentamente, desde los pies hacia las rodillas.
Respiré profundamente.
—Ya me llamarán —comenté—.
Tengo que cortar, Patricio, saludos.
Dejé el teléfono al lado del
plato y me quedé en silencio, mirando la tarta. Durante meses habíamos
conseguido sostener la mentira. Había pasado un día desde mi renuncia, y todo
se había desmoronado.
—¿Qué pasó, Ele? —preguntó
Julia.
—Me están buscando —comenté—.
Y es muy probable que me encuentren. Escuchen bien: si me pasa algo; si no aparezco,
o si aparezco… mal —hice una pausa—. Necesito que vayan a lo de Mariano. Vayan
a su casa y hablen con él.
Me levanté, busqué un anotador
y escribí en dos hojas la dirección y el celular de Mariano. Le di una a
Alejandro y otra a Julia.
Ojalá nunca lo hubiera hecho.
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