Toqué el timbre y esperé a que viniera a abrirme. Esta
vez no llovía; no llevaba paraguas. Tampoco estaba demasiado nerviosa: sólo un
pequeño cosquilleo recorría mis músculos, relajándome.
Clara abrió la puerta.
—Margarita —dijo, cortante y extrañada—. Qué sorpresa.
—Quiero hablar con vos —sonreí.
Avanzamos por el largo pasillo y entramos por la tercera
puerta. El departamento estaba más limpio que la última vez que había ido.
Ingresamos a la sala principal y me senté en el sillón.
Me miró, desconfiada. Se sentó en una silla y se cebó un
mate. Suspiró.
—Quiero pedirte perdón —dije.
—¿Perdón por qué? —preguntó, desafiante.
La miré a los ojos, buscando en ellos un poco de la
amistad que antes podía encontrar. Pero nada: estaban vacíos.
—Pude notar cómo te llenabas de miedo, Clara. Eras…
miedo puro —hice una pausa, buscando las palabras exactas—. Todavía siento el
dolor que me produjo apuntarte con esa pistola. Acá —señalé, apoyando una mano
en mi pecho.
No dijo nada. Cebó otro mate y me lo alcanzó.
—Y ahora —continué—. Ahora es el momento adecuado para
contarte todo. Ya está, Clara: mañana termina todo; todo. Y necesito contarte
qué es eso que me obligó a… —me detuve al ver su expresión. Me observaba con la
mirada oscura y cortante. Llena de odio.
—Me apuntaste con una pistola, Margarita —dijo—. Creí
que me ibas a matar. Nunca, nunca, tuve tanto miedo como en esos cinco
segundos. ¿Realmente pensás que tengo un poco de interés en saber por qué lo
hiciste? ¿Realmente pensás que me interesa ayudarte a superar tu dolorcito?
—Necesito que me escuches, Clara. Sé que es imposible
que me perdones. Sé que es imposible que volvamos a ser amigas, o lo que
fuéramos. Pero necesito que entiendas por qué vine a tu casa. Necesito que
entiendas que no tenía otra opción.
Lanzó un bufido, poniendo los ojos en blanco.
—No te hagas la víctima, Margarita.
Respiré profundamente: sabía que eso iba a suceder. No
tenía más opción que empezar con un golpe seguro. Había algo que había quedado
pendiente entre nosotras. Había algo que Clara no sabía, algo que le hubiera
encantado saber.
—Alan Ferrari es Lisandro Borromeo —largué, sonriendo—. Sus
padres fueron asesinados, a principios de año. Esa gente que buscaba a Alan
quiere matarlo.
Se quedó muda.
—Voy a empezar la historia al revés, porque
tengo una noticia que me gustaría darte en primer lugar —dudé, angustiada—.
Federico está muerto.
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