—Creí que el tema de tu novia había quedado claro
—comentó Vanzin¡, soberbio, al verme atravesar la puerta de su casa.
Sonreí.
—No vengo por Julia —dije con voz firme.
Estaba nervioso. Una retorcida sensación recorría mi
cuerpo, contorsionando cada músculo, enredando cada tendón, trenzando cada
vena. Enloqueciendo cada célula. En todas direcciones, constante, el
nerviosismo avanzaba, crecía, se reproducía. Pero no moría.
Tenía que disimularlo. Era la única forma de que el plan
funcionara. De que todo saliera bien. De que todo terminara, de una vez por
todas. Me soné la espalda y me llevé una mano a la cadera, sintiendo el frío
metal entre mis dedos.
—Esta vez vengo a ponerle fin a todo —dije, levantando
hacia adelante el brazo con el que sostenía la pistola—. Pero antes quiero saber
una cosa.
Vanzini retrocedió lentamente, con cautela. Me creía.
Creía que era capaz de matarlo. Sus ojos se enfrentaron a los míos,
amenazantes. A pesar de todo, no había perdido ese dejo de superioridad
característico.
—¿Dónde está mi hermano? —pregunté.
Ya sabía la respuesta, por supuesto. Pero necesitaba
información. Debía sacarle la mayor cantidad de información posible. Presioné
la mandíbula, nervioso.
—Seguimos a los niños que entregamos durante cinco años
—murmuró, orgulloso de sí mismo—. Y aunque el suyo es un caso especial, hace
mucho tiempo que no tengo noticias de él.
—¿Caso especial? —me interesé.
—¿Tengo que explicarte todo, Ferrari? —sonrió—. Cuando supimos
que tus padres estaban investigándonos, pensamos instantáneamente en Joaquín
—hizo una pausa—. Las cosas se complicaron y tuvimos que tomar otro tipo de
medidas.
Contuve la respiración. La angustia se había concentrado
en mi garganta. Pinchaba, pellizcaba, quemaba. No había forma de detener el
dolor.
—No somos asesinos —aclaró—. Intentamos solucionar
nuestros problemas de otras formas, pero a veces se vuelve imposible.
Supongo que notó mi inestabilidad. Supongo que algo en
mis ojos, en mi rostro, en mi postura, le advirtió que no estaba tan decidido
como parecía. Supongo que el dolor cubrió mi cuerpo por completo, porque lo que
hizo a continuación fue algo completamente inesperado.
—Ahora, bajá el brazo —ordenó, sacando una pistola de la
parte trasera de su pantalón—. Lo siento mucho, pero las cosas volvieron a tornarse
imposible con tu familia —ironizó, torciendo levemente la cabeza.
Me quedé en silencio, esperando.
—¿Algo para decir? —preguntó.
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